¿Quienes cuentan la historia de Malvinas y quienes son sus protagonistas?
En el otoño de 2018, cuando estuve por primera vez en las islas, visité su pequeño museo histórico, que está en el corazón de las islas: en Ross Road, con la bahía de un lado y el monumento a los caídos en la guerra del otro, rodeado por los pequeños edificios donde se reúne la Asamblea Legislativa y las otras oficinas administrativas locales. El museo es una construcción de madera y techo bajo, de ciento cincuenta metros cuadrados, construido en 2014. Tiene distintas salas que recolectan pedazos del pasado de las islas: vida social, el campo, costumbres antiguas, historia natural, la herencia antártica, la imprenta, un rincón marítimo con fragmentos de barcos y herramientas, una colección de estampillas y teléfonos viejos. En el museo hay juguetes, billetes viejos, un antiguo asiento de dentista. La historia reciente tiene también su lugar reservado en una sala dedicada al referéndum de 2013 y dos salones pequeños dedicados a la guerra de 1982. Uno de esos salones exhibe una línea de tiempo, fotos, armas, la butaca de un avión de combate, y un pedazo raído de una bandera argentina que se quedaron como trofeo. En el otro salón, donde hay apenas dos bancos de madera y no caben más de cuatro o cinco personas, se proyecta un video de trece minutos que tiene el título «This is our story»: Esta es nuestra historia. Al costado de la pantalla tiene un pequeño letrero en inglés, que traduzco al español: «El video cuenta la historia de la invasión argentina desde la mirada de los isleños que eran niños en aquel momento, ofreciendo una nueva perspectiva a eventos que han sido relatados muchas veces, pero desde otros puntos de vista».
Más tarde, en el verano europeo de 2019, recorrí una docena de librerías en Londres buscando rastros de las islas. Anduve por tres sucursales de Waterstones, la cadena más importante, cada local con sus cuatro pisos hinchados de libros, y otras más, incluidas Daunt Books, donde las repisas no están organizadas por géneros ni autores sino por países del mundo, y Skoob, un laberíntico local de usados en un sótano de Bloomsbury. Las librerías de Londres le dedican muchos estantes a los textos de historia y a los de historia militar en especial, pero solamente en el tercer piso de un local de Waterstones, donde había ocho repisas de historia, sobresalía de un estante un pequeño rótulo que decía Falklands, encima del cual reposaban solitarios dos libros: «Our boys», publicado en 2018 y escrito por la joven historiadora Helen Parr, donde cuenta la vida y muerte de su tío, caído en combate en la guerra del 82. A su lado, el famoso ladrillo de casi seiscientas páginas del legendario cronista de guerra e historiador Max Hastings, «The battle for the Falklands». No mucho más que eso. Claro que en los museos y bibliotecas públicas sí podían encontrarse materiales sobre Malvinas. Pero su ausencia casi total en las librerías comerciales de la capital del antiguo imperio británico me pareció un signo de su indiferencia con las lejanas islas del sur.
En el continente argentino los materiales sobre Malvinas son innumerables. Sólo en el Museo Malvinas – el hermoso edificio ubicado en el predio de la ex Esma – hay una biblioteca de vidrio con más de 300 libros escritos en español que tienen Malvinas en el título. Recorriendo los tres niveles de ese edificio futurista – repleto de objetos, documentos, muebles, maquetas, infografías e instalaciones interactivas – me sorprendió no encontrar un solo rastro sobre la gente que vive en las islas. Según el censo de 2016, el 47% de los habitantes son nativos, y el resto viene de fuera: un 27% del Reino Unido, un 10% de la isla de Santa Helena, un 6% de Chile, y el 14% restante son inmigrantes de más de sesenta países distintos. Son poco más de 3000 habitantes. En el 82, antes de la guerra, eran la mitad: casi todos isleños y muchos se estaban empezando a ir porque la vida allí era muy precaria y difícil .
Pienso en Raymundo Gleizer, que fue en 1966 el primer camarógrafo argentino que viajó a Malvinas a retratar a los isleños; en el libro de Haroldo Foulkes sobre los kelpers en las Malvinas y la Patagonia, que publicó Corregidor en 1983; y en el libro de la periodista Natasha Niebieskikwiat que publicó Sudaméricana en 2014 sobre la genealogía de
la población de las islas. Realmente no hay mucho más donde encontrar información sobre ellos y ellas. Por eso en mi propia investigación me centré en lo que pasó a nivel local en Malvinas después de la guerra.
La historia de las islas, frente a la indiferencia inglesa y la escasa producción local, ha sido contada casi totalmente desde la mirada argentina. Y la mirada argentina ha estado sobreestimulada por la marca de la guerra. Es que, en general, pensamos en las Malvinas, y pensamos en aviones, barcos y soldados. Que estuvieron por allí 74 días. Los cuarenta años posteriores no están en nuestro radar. Y hay temas fascinantes: los efectos sociales de la posguerra, el plan de desarrollo social e institucional, la explosión de la industria pesquera con la que lograron erigir un estado de bienestar y alcanzar la independencia económica de Gran Bretaña, con un crecimiento que los llevó a registrar, en la segunda década del siglo XXI, el PBI per cápita más alto del planeta. No parece interesar la historia de sus instituciones políticas, de sus personajes. Los odiamos por reflejo y pasamos a la negación automática. Tampoco parece interesar mucho la historia de los siglos anteriores. Si como argentinos estamos convencidos de la soberanía de nuestro país en las islas, como personas dedicadas a la investigación científica o periodística no deberíamos perder de vista la historia de las islas, antes y después de la guerra. Y sobre todo, de las personas que son sus protagonistas.
Es necesario repensar nuestro vínculo con Malvinas y el modo en que leemos y narramos ese lugar. Cabe pensar, a quienes investigamos, pero también al pueblo argentino en general: ¿Qué preguntas nos estamos haciendo sobre Malvinas? ¿Qué temas, episodios y personajes nos interesan? ¿Cuáles tenemos fuera de vista? ¿Cuánto nos falta realmente conocer de ese lugar que reclamamos y defendemos como propio?